Si hay alguien en la historia de la Iglesia que pasa desapercibido y merece un hueco en nuestras memorias, ese es nuestro trigésimo papa Marcelo I, cuya onomástica se celebra cada 16 de enero. Hoy nos parece justo rememorar el relato de su vida, porque, aunque su pontificado durara tan solo un año, fue realmente fructífero para el desarrollo de nuestra institución, además de un glorioso ejemplo de humildad para los que formamos parte de ella.

Aunque su pontificado durara tan solo un año, fue realmente fructífero

Nos ubicamos en el siglo III, época de encarnizadas persecuciones en el Imperio Romano al mando del emperador Dioclano, en el que ser cristiano era un riesgo continuo de muerte, luego ser el sumo Pastor significaba vía directa al martirio. Este hostigamiento hacia los seguidores de Jesús con la intención de destruir su comunidad, contrariamente, lo único que consiguió es unificarla y fortalecerla aún más, a pesar de que se cobraran vidas humanas como la del anterior papa San Marcelino en el año 304.

Mas no fue hasta más adelante cuando, en el 308 d.C, tras cuatro años sin pontífice, Marcelo es elegido para realizar este servicio, esta vez ya con un ambiente político- social más relajado. No obstante, el trabajo que queda por hacer es difícil y abundante. Las persecuciones han cesado, procesar y practicar la fe ya no resulta una amenaza, así que llega el momento de restaurar los templos destruidos durante el periodo hostil, reestructurar la jerarquía eclesiástica consagrando nuevos obispos y sacerdotes, y de organizar la ciudad por secciones, cada una con un presbítero particular. Es necesario también poner orden en el rebaño, el cual estaba muy disperso, pues muchos habían renegado de Cristo en los tiempos más amargos por temor al calvario. Unos por una parte, llamados los “rigoristas”, consideraban a estos hermanos como traidores y decían de no aceptarlos más dentro de la Iglesia, sin embargo, los “manguianchos”, defendían la idea de admitirlos de nuevo sin ningún tipo de resentimiento. Se conoce que el nuevo papa, de carácter vigoroso y firme en sus propósitos, aunque al mismo tiempo, rebosante de serenidad, manejó la situación con coherente justicia decretando que, aquellos que habían apostatado de su fe y abandonado sus prácticas religiosas podrían volver a comulgar si cumplían una penitencia.

Muchos habían renegado de Cristo en los tiempos más amargos por temor al calvario.

El caso es, que ni unos ni otros quedaron contentos con esta decisión, solo unos pocos acataron la voluntad del Santo Padre, por lo que se iniciaron tumultos en su contra sumados de revueltas urbanas y violentas entre cristianos. Este desorden civil no gustó nada al emperador Majencio, quien, alimentado encima de acusaciones contra Marcelo por parte de muchos de los renegados sin ningunas ganas de hacer acto de contrición, ordenó el destierro del cabeza de la religión con el fin de acabar con el conflicto.

Pero Marcelo no se exilió, sino que continuó guiando a la comunidad cristiana y celebrando desde la casa donde se ocultaba, comunicándose incluso con obispos de otras naciones alentándolos a seguir en comunión con la Santa Sede de Roma. Al ser descubierto por el emperador, se le obligó a realizar trabajos forzosos en las cuadras reales y otros oficios más propios de un criado que de un pontífice hasta el día de su muerte en el año 309.

Nuestro destino final es alcanzar la vida eterna siempre por el camino de la humildad.

A los ojos de la sociedad, terminar de esta manera la existencia puede parecer un fracaso total, triste y del todo vergonzoso, pero al igual que Jesucristo no renunció a morir en la cruz, ¿cómo iba Marcelo a desistir de su cometido? La vida de este santo resulta un auténtico testimonio de aquello que más nos acerca al Padre: el perdón y la fe. Nos deja patente que nada, como el poder de un soberano, ni nadie, como tener a los hermanos enfrentados, nos puede separar del amor de Dios y por lo tanto, de cumplir nuestra misión en este mundo. ¡Bravo San Marcelo!, gracias por recordarnos la importancia de la disciplina penitencial y que nuestro destino final es alcanzar la vida eterna siempre por el camino de la humildad.