Son las 7:00 a.m. Te levantas, te aseas y desayunas. A continuación, llevas a los niños al colegio, vas a trabajar o puede que acudas a clase, según el rango de edad al que pertenezcas. Comes al mediodía, llegas a casa por la tarde, más adelante, la cena, un poquito de tele y a dormir. Y encima, toda esta rutina la vivimos inmersos profundamente en nuestros pensamientos, quehaceres y preocupaciones. ¡ALTO! Es el momento de frenar, de cambiar el chip y reflexionar. Es Cuaresma, así que… ¡alegra esa cara!.
Llegó el momento de adentrarnos en el desierto, un lugar donde nos aborda su soberana paz, mezclada con un silencio abismal cogido de mano de la incertidumbre (fiel amiga de la fe), la que siempre se presenta en nuestras vidas con la misma pregunta: “Señor, ¿pero qué es lo que quieres de mí?”. Es un paréntesis al que no hay que temer, que no nos paralice su abrumadora calma porque, por muy inusual que nos parezca, es preciosa y muy necesaria para poder desvelar todas las tentaciones cotidianas que carcomen nuestro devoto corazón, para sanarlo y que vuelva a latir al ritmo de Jesús. Dejémonos llevar que vale la pena, ya que, como las escrituras nos muestran, el desierto es liberador; detrás del padecimiento siempre llega la gloria, como le ocurrió al pueblo israelita tras los 40 años de la marcha por el desierto, que liberados de la esclavitud gozaron finalmente de la Tierra Prometida. Fijémonos también en la Virgen María y San José junto con el Mesías recién nacido, como huyeron con dolor y angustia de la maldad del rey Herodes, refugiándose en el desierto hasta Egipto donde encontraron la paz y la salvación. Y por supuesto, en los 40 días que pasó Jesús en el desierto de Judea, el que fue recibido más tarde por todo lo alto en Jerusalén entre vítores y palmas.
Para poder desvelar todas las tentaciones cotidianas que carcomen nuestro devoto corazón, para sanarlo y que vuelva a latir al ritmo de Jesús.
La ceniza es un elemento imprescindible e inaugural en la Cuaresma. Desde el inicio de la cristiandad, simboliza la penitencia, una llamada a la humildad que nos recuerda nuestra fragilidad (puesto que al polvo hemos de volver algún día) y la necesidad de la Misericordia de Dios. Pero lo cierto es que si juntamos al arrepentimiento de nuestros pecados las dos prácticas más significativas, que son el ayuno y la abstinencia, no resulta el plan más apetecible para estas cinco próximas semanas, por eso es necesario elegir correctamente aquello de lo que queremos privarnos para que resulte fructífero en nuestra existencia, ir directos a lo esencial, ayunar de lo superficial, de lo que distrae nuestras almas del camino hacia la vida eterna; para que la ceniza no quede totalmente apagada y se estanque en un mero símbolo, sino que se convierta en fuego, activo y renovador, como vínculo de transformación a una vida nueva en nosotros mismos. Pues Jesucristo no se convirtió en ceniza después de su muerte, sino que resucitó de manera gloriosa y ahora Él solo te pide que sigas su ejemplo. Clarísimo este mensaje en palabras de nuestro Papa Francisco:
“Necesitamos liberarnos de los tentáculos del consumismo y de las trampas del egoísmo, de querer cada vez más, de no estar nunca satisfechos, del corazón cerrado a las necesidades de los pobres. Jesús, que arde con amor en el leño de la cruz, nos llama a una vida encendida en su fuego, que no se pierde en las cenizas del mundo; una vida que arde de caridad y no se apaga en la mediocridad.”
(Santa Sabina, 6 de marzo del 2019)
Y ahora la pregunta es: ¿Es acaso la Pascua la meta de este tiempo litúrgico? ¿Nuestro propósito debería reducirse solamente a este periodo? “Convertíos a mí”, nos repite Dios cada día del año y no solo en fiestas de guardar. La limosna, la oración y el ayuno no pueden formar parte de nuestro día a día de forma intermitente, son tres pilares fundamentales en la vida de un cristiano que debemos tener presentes permanentemente y, además, con alegría. Son ellos los que nos ayudan a fijar la mirada en el rostro de Cristo crucificado por amor a todos y sin exclusión; los que nos mantienen firmes dentro del camino de la vida, los que nos ayudan a recolectar el fruto de la fe, que es la caridad, y a llegar triunfadores al final del trayecto por este mundo, que es el Señor. Así que tú decides que quieres ser: fuego o ceniza.