Cuando hablamos de Navidad y de las celebraciones que le rodean, es preciso echar la vista atrás y remontarnos al Año 0, al momento en que la historia de la humanidad cambió por el poderoso hecho de la venida de la Luz al mundo, del amor de Dios hecho carne. Y este acontecimiento tan esperanzador, lo más lógico es que hubiera traído la paz automáticamente entre todas las gentes que escuchaban la Buena Nueva, sin embargo, la llegada del Mesías, a pesar de haber sido anunciada por boca de diferentes profetas, influyó de una forma muy drástica en algunos personajes de la sociedad contemporánea y de la historia en general. Sobretodo causó gran controversia entre los más poderosos, los cuales, viendo amenazada su autoridad, no dudaron en derramar la sangre de todo aquel que apoyara el cristianismo, sin llegar ni siquiera a imaginarse, que estas víctimas serían las semillas de la gran cosecha en el mundo para dar mayor gloria a Dios: los mártires.

Estas víctimas serían las semillas de la gran cosecha en el mundo para dar mayor gloria a Dios: los mártires.

Como un jarro de agua fría le cayó al mismísimo rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea, Herodes I, la idea del alumbramiento de un nuevo monarca en sus tierras. Respaldado y reconocido por Roma como “el rey de los judíos”, temió ante la aparición de un usurpador de su trono, más aún cuando se percató de que hasta distinguidos magos de Oriente iban al lugar donde se encontraba el Redentor con regalos y con intención de adorarlo. Este, receloso de su poder, ordenó a la Sagrada Familia acudir a su templo a rendirle culto, pero como José y su esposa María no solo no fueron, sino que huyeron a Egipto, se vio ignorado y humillado, así que decretó la muerte de todos los niños menores de dos años en la ciudad de Belén y alrededores con el fin de deshacerse del niño Jesús. Aunque estos infantes no perecieron en calidad de mártires, sí murieron santos, pues su único pecado era el original y fueron los primeros en morir en su nombre.

Incluso después de la crucifixión de Jesús, las muertes en su defensa se han ido perpetuando hasta el presente. Empezando por el primer caso de todos los tiempos en el 34 d.C, el de San Esteban, judío converso elegido por los Apóstoles como uno de los primeros diáconos de la iglesia primigenia para distribuir alimentos y caridad entre sus miembros más pobres. Según el Libro de los Hechos de los apóstoles, capítulos 6 y 7, era un hombre lleno de fe y Espíritu Santo” yde gracia y de poder” que se ganó la rivalidad de algunas sinagogas a causa de sus enseñanzas, como cierto día que se encontraba reunido debatiendo con varios judíos Cireneos y Alejandrinos, y siendo tan grande su capacidad de “sabiduría y el Espíritu con que hablaba”, estos no pudieron rebatir sus argumentos. Llenos de rabia y con su amor propio herido, sobornaron a unos testigos para que dijeran que Esteban había blasfemado contra Moisés y contra Dios, lo que fue suficiente para que el pueblo, ancianos y escribas estallaran en ira y lo llevaran ante el Sanedrín del Templo de Jerusalén. Allí, el acusado recitó un discurso recurriendo a las escrituras para demostrar que el Hijo del Hombre no desobedeció nunca las normas que Dios dio a Moisés y defendió que la presencia del Altísimo no se encuentra solo en el templo. Terminó indicando la ingratitud del pueblo de Israel hacia las misericordias de Dios, acusándolos por el asesinato del Justo y remarcando su incredulidad frente a las palabras de los profetas que habían predicho su venida. Ya os podéis figurar como se ofendieron los allí presentes que lo condenaron de inmediato a muerte por lapidación, lo llevaron a las afueras de la ciudad y allí procedieron a la condena. Durante el martirio, San Esteban rezó para recibir el Espíritu Santo e imploró el perdón de sus enemigos ante los ojos de un joven Saulo de Tarso. Pero esta ya es otra historia.

San Esteban rezó para recibir el Espíritu Santo e imploró el perdón de sus enemigos.

Podemos pensar que la causa de estos martirios de debe a que la sociedad de aquel entonces no estaba preparada para este cambio que supuso la venida del Salvador, que aquellos pensamientos y comportamientos, en apariencia tan obsoletos, dificultaban la comprensión del verdadero sentido del mensaje de Cristo. Pero, ¿no es acaso lo que pasa también hoy en día? La realidad es que, tanto en la actualidad como en las antiguas civilizaciones, lo único que cuenta es aquello que albergamos en nuestros corazones, si estamos dispuestos que esa Luz nos inunde y el amor del Padre irrumpa en nuestras vidas, o si nos seguimos resistiendo a ello, como los judíos del Sanedrín y Herodes. Nosotros mismos somos libres de decidir, aunque sin olvidar que con un sencillo “Sí” nuestra existencia puede mejorar radicalmente, nuestro espíritu quedará limpio y nuevo, nuestros sufrimientos serán llevaderos y, solo así, seremos capaces de alcanzar la vida eterna.