Durante toda la historia de la Iglesia hemos conocido muchos santos que para ser canonizados,  han visto pasar siglos y siglos hasta que se les ha concedido dicho nombramiento. Otros, sin embargo, no han tenido que esperar tanto, véase la Madre Teresa de Calcuta o Juan Pablo II. Surgiendo con este último la expresión italiana Santo subito con la que una multitud de fieles aclamaban la canonización inmediata del Pontífice con motivo de su muerte y durante su funeral. Pero si hablamos de rapidez en cuanto a canonización se refiere, debemos nombrar al santo cuya onomástica celebramos hoy: San Antonio de Padua. Habiendo fallecido el 13 de junio del año 1231, el Papa Gregorio XI lo subió a los altares apenas un año después, efectuando así la segunda canonización más rápida de la historia, pues actualmente, el récord lo tiene San Pedro de Verona, por apenas unas semanas de diferencia.

A pesar de que este incansable predicador es muy conocido y loado en todo el mundo, muchos quedan por saber que ni se llamaba Antonio ni era de Padua. Así es: nació en Lisboa (Portugal) el año 1195 y su nombre original era Fernando, pero cuando se ordenó franciscano, a los 25 años de edad, cambió el nombre por Antonio en honor a san Antonio Abad. La ciudad de Padua es importante en su biografía ya que fue un lugar donde predicó con mucho ardor y donde, después de muerto, se construyó un templo en su honor.

Este incansable predicador es muy conocido y loado en todo el mundo.

Con tan solo 15 años ya lo tenía claro y, en contra de su familia, ingresó como agustino en un monasterio de su ciudad natal, donde se dedicó de pleno a la oración y al estudio de las Sagradas Escrituras ampliando así su conocimiento en teología. Más adelante, quedó fascinado por el estilo de vida franciscano, orden novedosa y poco expandida con la que se marchó a Marruecos buscando el martirio. Lo único que encontró allí fue la malaria, pero ¡bendita enfermedad! Pues a través de ella actuó la Providencia Divina, que forzó su regreso a la península ibérica y en mitad de este, se encontró con una tempestad que desvió el barco en el que viajaba a las costas sicilianas. Una vez en Italia, de nuevo con los franciscanos, dejó boquiabiertos a sus superiores al demostrar su oratoria sublime y la sabiduría de sus palabras destinándole estos de inmediato a la predicación y la enseñanza de las ciencias Sagradas.

La fama de su excepcional don de la profecía y de milagros le precede, aún a día de hoy, se conoce a San Antonio como el santo más milagrero de la historia. Muy célebre también por la aparición del Niño Jesús entre sus brazos, imagen que ha sido inmortalizada en esculturas y estampitas en las que se le representa. Pero, sin restarle importancia a esto, su único verdadero deseo era seguir a Jesucristo crucificado y la conversión de los herejes contemporáneos, por eso se dedicó en exclusiva a la práctica del sermón y a la transcripción de sus enseñanzas espirituales hasta el fin de sus días. Y esta fue la clave de su santidad: explotó los dones que se le habían otorgado para alcanzar la gracia de Dios.

Su único verdadero deseo era seguir a Jesucristo crucificado.

También le quedó tiempo, entre libros y viajes, de interceder por los numerosos necesitados y marginados existentes de aquella época que, para situarnos en contexto, se trata del inicio del Renacimiento. La sociedad del momento experimenta un cambio tanto en el ámbito económico, prospera el comercio y crecen las ciudades, como en el social, aumenta el número de adinerados y se ensalza el conocimiento centrado en el antropocentrismo eclipsando la fe en Dios. Esto es lo que motiva a nuestro sagrado orador a combatir más que nunca la inclinación ser humano hacia el pecado, alentando continuamente a la población más pudiente a revelarse contra los constantes vicios del lujo, avaricia y tiranía, revelando que el tesoro más valioso hay que acumularlo en el cielo a través de riquezas como la bondad, la generosidad, la humildad y la pureza, entre otras, generadas dentro de nuestro corazón. O como él exactamente decía:

«Oh ricos haced amigos… a los pobres, acogedlos en vuestras casas: luego serán ellos, los pobres, quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna.«

La sociedad que rodeaba a nuestro héroe del día no es muy diferente de la de nuestra realidad. Todos vivimos diariamente alrededor nuestro situaciones pendientes de subsanar. Por este motivo, no dejemos que este Pentecostés pase desapercibido, ¡pidamos el Espíritu Santo! Que con su impulso y nuestro esfuerzo seamos capaces de aprovechar al máximo los talentos que se nos han otorgado y de vivir practicando las virtudes que con tanto ahínco difundió nuestro querido San Antonio de Padua.

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