Llega un momento en tu historia en que, de pronto, lo descubres, quizás al principio sean solo unos segundos, pero sabes que está ahí, notas su presencia y con toda sinceridad te pones a hablar con Él. Es Jesús Resucitado, realmente presente en el Sacramento del altar. Y eso te cambia la vida.

Te cambia la vida.

Esta experiencia es un misterio, un regalo de valor inestimable que tenemos más cerca de nosotros de lo que  llegamos a imaginar. Podemos adorarlo a diario en la Santa Misa, pues qué momento más idóneo para hacerlo que delante del Pan de Vida, donde lo tomamos con verdadero respeto y veneración, viviendo este encuentro de manera profunda y personal, nunca superficial. Pero, ¡ojo!, tengamos en cuenta las palabras de Benedicto XVI, quien nos llama a asumir nuestra responsabilidad como cristianos en el día a día: “concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades.” (Homilía del jueves, 7 de junio de 2012 en la Solemnidad del Corpus Christi). Tengamos claro que nuestra conexión y diálogo con Dios, así como la caridad con la que Él nos ha obsequiado, es bueno que estén presentes de continuo en nuestras relaciones y quehaceres cotidianos, ya que una vez recibido a Cristo, Éste permanece en nosotros y se ve reflejado en nuestras obras.

Pero que el esplendor de la Celebración eucarística no solape la equivalente importancia vital de la Adoración al Santísimo Sacramento fuera de la misa, la cual debemos considerarla como un tiempo muy valioso a la vez que necesario para nuestro espíritu al igual que para la salud de la comunidad cristiana en general. Para ello, la Iglesia ofrece también capillas de manera perpetua en lugares santos que las diócesis habilitan. A ellas acuden toda clase de personas, sin distinción, y allí, todos de rodillas, al mismo nivel, comparten un silencio gozoso y prolongado ante Jesús Sacramentado, el amor en sí mismo. Cada persona dentro de su singularidad, tiene una vivencia única e íntima en este culto, totalmente auténtica e intransferible que marca para siempre. Acudamos sin pereza y sumerjámonos en este remanso de paz, aguas de las que saldremos revitalizados. Luego, no nos engañemos más, son estos ratitos de conversación espiritual nuestra real fuente de energía, ni muesly, ni bebidas tonificantes, ni siquiera la quinoa.

Vivencia única e íntima en este culto, totalmente auténtica e intransferible que marca para siempre.

Hagámonos conscientes de que numerosos santos han realizado esta práctica dejando evidencia de que es el camino directo para contemplar el rostro de nuestro Señor Jesucristo, de transportarnos a esa última Cena e interiorizar el Misterio Pascual que nos conduce a la gracia y que da el sentido a nuestras vidas. Tomemos nota y aprendamos de nuestros sabios.